INQUIETO ESTÁ NUESTRO CORAZÓN HASTA QUE DESCANSE EN TI
S. Agustín. Confesiones, I, 1,1
Hungaro....................[+]
Homo absconditus. Estamos sellados por la búsqueda y es en ella donde nos perdemos. Nos perdemos al buscarnos porque la vida es un enigma, sobre todo para nosotros mismos, y no nos es fácil descifrar los enigmas. La angustia más dramática anida en mi propio ser, en lo más íntimo: ¿quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Adónde voy? ¿Quién mira por mi vida?¿Qué sentido tiene mi existencia?[1]El hombre ha buscado en Dios la razón de su existencia y se ha preguntado preguntándole: ¿He sido pensado?¿Traído para algo?¿Amado?¿Esperado? Porque la confirmación de nosotros mismos ha de venir siempre de arriba y de otro[2], porque nos sabemos referidos a otros a los que invocamos ayuda en este deseo de comprender y comprendernos[3]. El error de Narciso no fue quererse en exceso, que también, sino pretender tener él las respuestas al deseo más vasto de su corazón. No es nuestro rostro al que hay que acudir. Es esta necesidad de confirmación, con la que nacemos[4], la que nos impulsa a una carrera sin fin, la que provoca tantos extravíos, tantas lejanías, tantas pérdidas. La verdad sobre nuestra propia vida se nos ha escapado, como pez escurridizo, de entre las manos muchas veces. Necesitamos que alguno nos dé la pauta para descifrar, nos lleve de la mano, nos abra el ojo para ver, nos llame o nos busque, nos atraiga de allí donde nos perdimos y nos haga retornar de todos nuestros extravíos y lejanías.
Homo absconditus. Estamos sellados por la búsqueda y es en ella donde nos perdemos. Nos perdemos al buscarnos porque la vida es un enigma, sobre todo para nosotros mismos, y no nos es fácil descifrar los enigmas. La angustia más dramática anida en mi propio ser, en lo más íntimo: ¿quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Adónde voy? ¿Quién mira por mi vida?¿Qué sentido tiene mi existencia?[1]El hombre ha buscado en Dios la razón de su existencia y se ha preguntado preguntándole: ¿He sido pensado?¿Traído para algo?¿Amado?¿Esperado? Porque la confirmación de nosotros mismos ha de venir siempre de arriba y de otro[2], porque nos sabemos referidos a otros a los que invocamos ayuda en este deseo de comprender y comprendernos[3]. El error de Narciso no fue quererse en exceso, que también, sino pretender tener él las respuestas al deseo más vasto de su corazón. No es nuestro rostro al que hay que acudir. Es esta necesidad de confirmación, con la que nacemos[4], la que nos impulsa a una carrera sin fin, la que provoca tantos extravíos, tantas lejanías, tantas pérdidas. La verdad sobre nuestra propia vida se nos ha escapado, como pez escurridizo, de entre las manos muchas veces. Necesitamos que alguno nos dé la pauta para descifrar, nos lleve de la mano, nos abra el ojo para ver, nos llame o nos busque, nos atraiga de allí donde nos perdimos y nos haga retornar de todos nuestros extravíos y lejanías.
Solo el amor
es digno de fe, solo el amor tiene la palabra de confirmación y
afirmación. Un Dios que nos exigiera perfección nos haría temblar, tremar ante
la duda de serle de su agrado. Pero la confirmación no viene de nuestra valía
sino de un amor que antecede a todo lo que existe. Solo un amor así, lleno de
misericordia con nuestra condición, primero y gratuito, puede confirmarnos en
la existencia, en la vida. Solo ese amor es orientador y no nos hace perdernos.
Solo una misericordia amorosa puede abrazar nuestra pobreza y transformarla en
don y gracia. Solo un Amor que nos comprenda puede atraernos a Él hasta
sacarnos de todos los tugurios de la existencia. Pero tardamos en encontrar
este Amor y, alejarse de Él es perderse. “Sí, los que se alejan de ti se pierden”
(Salmo 72).
El drama humano es entrar en el laberinto al ir buscando a Dios, la
felicidad, el amor verdadero. Entonces solo queda el recurso más trágico, el
grito del dolor más animal y humano al mismo tiempo, que reclama aquello para
lo que está hecho y que se yergue tormentosamente hacia un Tú al que increpa:
¿Dónde estás, oh Tú que duermes? Ese grito religioso que se eleva en medio de
una pavorosa soledad existencia: Oh, Dios, sácame del abismo. “Atráeme, Señor,
para que vuelva” (Lam 5, 21, 1)[5].
Los hombres necesitamos tener fe en un Dios que tenga fe en nosotros, que nos
ame, que nos quiera, que nos confirme para no perdernos. “¡Éste es mi Hijo
amado!” Cuando en la vida hemos escuchado de la boca de Dios estas palabras,
como cuando las escuchamos de otro tú, todo queda ordenado[6],
todo está en su sitio, todo tiene sentido, hasta el sufrimiento, todo es
superable. Solo entonces brota el sí del hombre a su Dios, el sí al amor
recibido como confirmación[7].
Atraeré a
todos hacia Mí. Volver a Dios es obra de la gracia, que a veces actúa
como una dentellada, como un ataque, la pura gracia es la que nos hace volver
los ojos a Él. Él nos amó primero, antes de nuestro grito Él salió a buscarnos;
cuando estábamos perdidos, Él nos encontró. Volvemos por Cristo, Él es la
gracia que nos hace volver al Padre[8].
La respuesta al enigma, el final de todas nuestras búsquedas, en el fondo de todas
nuestras pérdidas, está en el Crucificado. ¿Por qué un crucificado nos confirma
como hombres y nos atrae a Él? Porque nos revela la condición propia que nos
atormenta, porque esa imagen verdadera de mí misma es la que me atrae, me
obliga a mirarla, a enfrentarla. Ecce homo. Esa soy yo. Ese rostro herido es el
mío. Nos revela a nosotros mismos este Dios crucificado. Este dice de nosotros.
El hombre se ha encontrado a sí mismo en Él, clavado en una cruz y escarnecido.
Tú eres mi verdadero rostro.
Pero el Crucificado también nos revela la condición referencial de la
existencia pues en Él por primera vez hombre y Dios riman, se miran y se
reconocen. Él nos revela lo que somos y nos abraza hasta allí donde nosotros no
podemos ni llegar y nos dice: “tú eres a quien yo amo”, y eso nos eleva desde
el polvo, nos alza de la basura (salmo 112, 7), nos atrae de las lejanías en
las que estamos perdidos. El amor es el que nos llama, con voz de cascadas y a
voces, y logra atraernos. “Así te amo y porque te amo te salvo. Te amo así,
como tú eres; como tú me ves a mí así te veo yo a ti y te amo. Herido, sin
apariencia, sin belleza alguna, ¡te amo! Te atraigo a mí.” Cristo es la Presencia
amorosa que salva. Solo un amor tan total es capaz de atraernos, de doblegar
nuestros pasos erráticos, de torcer los caminos errados, de llamar a gritos al
que, perdido, ya no oye. Nos hace falta haber visto al amor arrastrado, hecho
cordero, sin aspecto atrayente[9],
siervo nuestro, abajado hasta la tierra, por nosotros, para atraernos. Hemos
necesitado ver un sin fisuras, sin condiciones, sin retoques, sin decorados,
absolutamente bello y bueno, para ser atraídos definitivamente hacia Dios. Este
amor herido es la respuesta que esperábamos y es lo que nos hace volver.
“Cuando sea alzado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 8, 27; 3, 14).
Es a él al que llegamos para preguntarle adónde vamos, quién soy yo, dime quién
eres. “Ven, pues, Señor Jesús… Ven hacia mí, búscame, encuéntrame, tómame en
brazos, llévame”[10].
La Paradoja
cristiana. Esta verdad amorosa que me trasmite el Señor Crucificado
es lo que me lleva a amarme y a amar a todos. “Me amo porque he conocido tu
ternura infinita, tu misericordia sin orillas”.
Es la paradoja que encierra el Crucificado: que nos confirme en la existencia Aquél que se ha hecho el inexistente;
y ésta será la esencia cristiana: que la vida cristiana pase por la
inexistencia a fin de ser lo que Dios quiere de ella, que elija lo que nadie
quiere, lo que nadie ama, al que nadie prefiere, lo que no existe para este
mundo. Que asuma la herida y siga amando. “Herida, seguiré amando”. Se trata de
elegir lo que él eligió para salvarnos: “Ya no soy yo… es Cristo quien vive en
mí”. Y, sin embargo, encontrar en este Rostro sin apariencia mi propio Rostro,
desfigurado y transfigurado, crucificado y resucitado. Solo en Cristo hallamos
la respuesta: perder la vida es ganarla; quien desea ganarla para sí, la pierde
y se pierde. Es posible no perderse: dar la vida asumiendo la herida de los más
desfavorecidos para encontrarle a Él en ellos y dejarse atraer hasta llegar a
la Vida deseada.
Nos urge que el hombre perdido vuelva a Dios y que en Él se descubra a
sí mismo y halle su descanso. El Señor Jesús es la orientación definitiva del
hombre, Él nos lleva a la Comunión de destino, “In Deum”, hacia Él vamos, y
toda otra dirección es una pérdida o un camino cortado. Que el mundo conozca a
Cristo Crucificado y Resucitado para que llegue a descubrir el amor más grande
que nos confirma en la vida y nos hace descansar. Es esto lo que buscábamos
inquietamente. “Nos hiciste, Señor, para Ti y nuestro corazón estará inquieto
hasta que descanse en Ti”.
El Señor resucita para atraernos a Sí y llevarnos de vuelta a la Casa
del Padre. Que la fuerza de su Pascua obre esta atracción amorosa en el seno de
cada uno de nosotros y en el seno de nuestro mundo.
¡Feliz Pascua!
M. Prado
Comunidad de la conversión
[1] Los niños gritan a sus padres: Papá, ¿me
quieres?, papá, ¿me quieres? porque solo la confirmación de un amor nos da
seguridad y sentido.
[2] PANERO, Leopoldo, Escrito a cada instante, Cultura
Hispánica,, 1949: “Ahora que el estupor me levanta desde las plantas de/los
pies,/y alzo hacia Ti mis ojos,/Señor,/dime quién eres,/ilumina quién
eres,/dime quién soy también,/y por qué la tristeza de ser hombre, Tú que
andas/sobre la nieve”.
[3] BENEDICTO XVI, Catequesis sobre la fe, 14 de Noviembre, 2012. “Cuando Dios pierde
su centralidad, el hombre pierde su justo lugar, no encuentra más su lugar en
la creación, en las relaciones con los demás”
[4] BALTHASAR, H. U. von: Vita
dalla morte. Meditazione sul misterio pasquale. Queriniana. Brescia, 1985.
“Un giorno il bambino riconosce el sorriso della madre come un segno del suo
essere accolto nel mondo e, rispondendo col sorriso, in lui si dischiude el
nucleo del propio Io. Egli trova se stesso perché è stato trovato. E avendo
trovato un Tu, il molteplice Es, che altrimenti ancora lo avvolge, può venir
inglobato nel rapporto di confidenza”. Pág. 7.
[5] “Sí, Señor, atráenos hacia ti, atrae al
mundo hacia ti y danos la paz, tu paz. SAN IRENEO, 3,16,6: Già e non ancora,
CCCXX, Milano 1979, p. 268
[6] SAN AGUSTÍN, Confesiones, XIII, 9, 10: El amor es mi peso, él me lleva dondequiera
que voy».
[7] Oseas 6, 1-6 “Vamos a volver al Señor: él,
que nos despedazó, nos sanará; él, que nos hirió, nos vendará. En dos días nos
sanará; al tercero nos resucitará; y viviremos delante de él”.
[8] IBSEN, H., Brand: “¿No basta entonces toda la voluntad de un hombre para
conseguir una sola gota de salvación?”
[9] Is. 52,13-15; 53,1-12
[10] SAN AMBROSIO, Expositio in psalmum 118
Muchas gracias..Qué gran comentario a nuestro andar tan lleno
ResponderEliminarde caídas y subidas..la gran peregrinación de la vida. Me trae a
la mente el comentario de San Agusin en el sermón 58: Cuando
Nosotros hacemos la voluntad de Dios, entonces se hace la volun-
tad de Dios en Nosotro. Gracias por su vocación y su testimonio
de Vida. En una sola mente y sólo corazón.