EMMANUEL, DIOS CON NOSOTROS
Carta de Comunión. Navidad 2011
Querido hermano y hermana, tú te has preguntado muchas veces de dónde viene esta arisca soledad que padecemos los hombres. Todos hemos experimentado en nuestras vidas esta realidad interna y externa que nos hace reconocernos como iguales. La soledad está en lo más íntimo del corazón humano, pero también vive agazapada en los muros de hormigón de las grandes ciudades, con una evidencia doliente. Multitud de seres humanos la muestran a nuestros ojos, otros la viven en silencio y en lo escondido. Para unos es una “soledad poblada de aullidos” (Dt 32, 10), en la que impera el miedo, el pasmo, la angustia, la amenaza; en la que escasea la palabra humana, un gesto de cercanía, una compasión; así, el hombre solo es un hombre desprotegido, en la nada, a la intemperie, que siente que ha de defenderse, incluso ocultarse. ¡Cuánta violencia genera esta soledad, cuánta venganza de la muerte, cuánta agresividad! Otros viven en “una soledad sin caminos” (Salmo 107, 4), sin sentido, sin orientación, sin señales. En esa soledad el hombre tantas veces se pierde, no sabe dónde ir porque no sabe de dónde viene, por qué está aquí, quién le llamó y le trajo. Y faltando el origen falta el para qué y el hacia dónde. Todos conocemos hombres vagando sin sentido, sin nadie que, puesto a su costado, no solo le acompañe sino que le muestre el camino. La soledad desorientada ¡Esta soledad nos es a todos tan común! ¡Cuánta desesperanza produce! Y, en esa desesperanza, cuánta huída hacia adelante, tal vez hacia ninguna parte.
El hombre es un hueco. Y esta oquedad constitutiva es una carencia pero también una disposición, que habla de la vida como recipiente, como espacio para ser llenado, para ser habitado… Si no se colma, si el hueco permanece vacío, la soledad acaba asentándose en él, enseñoreándose tristemente en él hasta transformar la pregunta existencial en la duda sobre la existencia y en la firme convicción de lo inútil e innecesaria que es nuestra vida en este “mundo ancho y ajeno”. Sin embargo esta dolorosa e inquietante oquedad tiene un sentido: Alguien ha de venir a habitarla, Alguien que es el Señor de esta morada, el Rey de esta ciudad. Por lo cual, si este hueco, dispuesto para que Alguien lo habite, no es al fin habitado, ¿cómo poder soportar el vacío, la inútil, pues, oquedad?
A esto se añade la soledad más rabiosa, aquella que el hombre se ha ido forjando con su historia de alejamientos de toda tutela, repitiendo hasta el infinito la torcedura de lo que en realidad era nuestro último destino: ser como dios, o ser de la familia de Dios. Me refiero a la desdichada orfandad. Desligarse de todas las tutelas ha simulado libertades pero en realidad nos ha precipitado a la más horrible soledad: sin padre-madre, sin casa, sin techo, sin paredes, sin suelo. Se inicia así una cadena de pérdidas irreparables: sin padre-madre no existe tampoco el hermano-hermana, contaminando toda otra relación. El mundo no solo se deshabita de Dios sino que se deshumaniza como consecuencia inmediata, provocando las soledades humanas que cada vez son más frecuentes, que son ineludibles porque están a la vista, golpeándonos con su presencia y reclamándonos, aunque sea silenciosamente, una amable cercanía, un consuelo, un abrazo salvador.
Nadie en nuestra oquedad y nadie sosteniendo el sentido de la vida, nadie dentro y nadie fuera es el colmo de una soledad que se hace irresistible.
De esta enorme carencia arranca al fin un clamor, la misma precariedad abrirá el seno de la tierra más inhóspita implorando la lluvia benéfica. En este paisaje se eleva el ruego del salmista: “Acuérdate de mí, Señor, visítame con tu salvación” (Salmo 105, 4). He aquí el grito del Adviento, la insistente llamada del hombre hacia Aquél en quien definitivamente tiene puesta la esperanza de una salud duradera que restaure la enfermedad del corazón humano y de una plenura que colme tanta capacidad de amor y comunión como tiene. La llamada del hombre a ser visitado por Dios, porque no le basta su existencia si no se da un encuentro, un “cara a cara”, un diálogo, una compañía viva. El clamor del hombre ante su soledad se aúna definitivamente al deseo primigenio de Dios, “no es bueno que el hombre esté solo” (Gn 2,18).
La gracia más grande recibida por el hombre ha sido Su visita, no solo como respuesta a su requerimiento sino, sobre todo, como voluntad de Dios de encontrarse con él, “plan trazado desde antiguo” (Ef 1, 10). En la Persona de Jesús, el Hijo, Dios nos visita inaugurando su presencia definitiva entre nosotros. La Encarnación y la Natividad del Señor Jesús son el Pórtico de esta Presencia entre nosotros, siendo el lugar de visitación el hombre mismo, en el que Dios mismo va a habitar, llenando con su plenitud la antigua oquedad y vacío, restaurando así la ciudad-paraíso del que fue expulsado y a la que vuelve para colmar de gracia y de ternura; el hombre mismo, al que Jesús, el Salvador, viene a comunicarle el Amor de Dios Padre para que le conozca como la fuente viva de todo amor, erradicando la orfandad y satisfaciendo su singular y hondo deseo de amar y ser amado. Así, pues, no estamos solos, somos seres habitados por Dios, tenemos Padre, su Amor está al principio y siempre, no dejará que nos perdamos sin rumbo y sin sentido, no podrán con nosotros los aullidos de la angustia y de la muerte porque Dios está con nosotros, porque Él está de nuestra parte, es nuestro valedor y salvador, en medio de nuestra precaria condición. Dios está con nosotros, su nombre es Emmanuel.
La visita de Dios afianza el lazo que nos liga a los hombres con Él y abre el tiempo de una convivio que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni criatura alguna pudo jamás imaginar (Cfr. 1 Cor 2, 9). Dios ha querido convivir con el hombre, desde el principio de la vida hasta el fin, conociendo las humildes alegrías humanas y sus sinsabores, compartiendo el pan del sudor y el de los campos, cargando con nuestros crímenes y alentando nuestra flaca esperanza. Dios se ha hecho uno de los nuestros en Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios, el Verbo hecho carne. Si fuimos llamados para vivir en la communio Dio, la Comunión con Dios, hemos sido doblemente agraciados con la convivencia con Dios, la convivio Dio, en la carne, por Jesucristo Nuestro Señor. Así la communio con Dios se hizo convivio y la convivio, que hizo posible la Encarnación, se hará communio definitiva, redención última para el hombre, eterna vida en Dios.
Esta convivio entre el hombre y Dios dará sentido a la misma convivencia humana, que será una imagen y fruto de aquella que se vive en el seno de la Trinidad. Ninguna soledad nos es ajena al cristiano, ni tampoco nos son indiferentes los caminos que conducen a ella. Por eso, desde donde quiera que estemos hagamos también nosotros la visita al hombre de parte de Dios, hagamos con los demás lo que Él ha hecho con nosotros. La vía sacra de la Visitación de Dios al hombre fue el Amor, que también lo sea para todos nosotros. Acerquémonos a cualquier soledad humana anunciando la presencia de Dios en medio de nosotros y denunciando todo aquello que la hace inviable, la obstaculiza, la rebaja, la anula u olvida, ya sea en lo íntimo del corazón o en las estructuras sociales, en el interior de nuestras familias y comunidades o en medio de la calle y de los pueblos. Dios quiere convivir con el hombre y nosotros queremos convivir con Él. En esta mutua inhabitación está el sentido de la vida humana.
¡Feliz Navidad del Emmanuel!
Unidísima
Hna. Prado
Comunidad de la Conversión
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