jueves, 31 de marzo de 2011

Carta de Comunión | CUARESMA | 2011

Agua de Vida y Fuego de Amor… (para Japón y Libia)

Carta de Comunión. Cuaresma 2011.

Queridas hermanas, cuando preparaba esta Cuaresma no había sucedido el terremoto, el tsunami y la alerta nuclear de Japón, tampoco se había desatado la ira de Gadafi. Hoy tenemos imágenes dramáticas, tristes y recientes que no podemos obviar. Ha cambiado totalmente este mensaje de Cuaresma. Me he hecho a mí misma tres constataciones inmediatas que os comparto.

1.- Sobre el debilitado sentido de la muerte. Es muy débil el sentido de la muerte en nuestra cultura y así o bien la olvidamos o la queremos olvidar, o queremos desterrarla de este mundo, o huir de ella escapando hacia cualquier paraíso prometedor, o asentarnos en el presente, resignados o ávidos por consumir al menos lo que hay al alcance de la mano. Todo ello tiene mucho de desesperanza, de escepticismo, de cinismo, de angustia.

Nosotros, los creyentes, también relegamos la muerte al punto más lejano. Nos olvidamos fácilmente que este mundo no es perfecto, al menos en cuanto me puede atacar a mi propia salud o integridad personal. Nos olvidamos de que la vida fracasa, que fracasa la existencia por una enfermedad, por una guerra, por un accidente, que factores humanos y extrahumanos, naturales, son verdaderas amenazas a la vida.

A su vez, cuántas experiencias religiosas y espirituales emergen de entre los más catastróficos acontecimientos. Nuestra propia vida nos aporta vivencias en las que de las situaciones más imprevistas y dolorosas, han surgido los más importantes cambios, las más sinceras conversiones, las esperanzas más rotundas.

Vivimos demasiado asentados en lo que tenemos y en lo que somos. Sin embargo, lo ocurrido en Japón nos recuerda que todo se lo puede llevar por delante un tsunami. Son las poderosas fuerzas de la naturaleza y las poderosas fuerzas del mal. Arrastra casas, enseres, personas, paisajes. Anida también y arraiga sus raíces en el mismo corazón del hombre.

Podemos perderlo todo pero vivimos como si eso nunca pudiera sucedernos a nosotros. Y cada día hacemos los graneros más grandes. Evitando las amenazas de muerte y derrumbándonos ante ella, con sorpresa y con horror, como si a nosotros no pudiera llegar nunca, tocarnos.

2.- El precio del bienestar. Ante lo que sucede en el país nipón y la alarma que ha cundido en todos los países, podríamos cuestionar el precio del progreso, la enormidad de nuestras necesidades, el modo de gestionar los bienes naturales, el poder económico que nunca es suficiente… Reduciendo la escala lo debemos transportar a nuestra vida personal, comunitaria, y constatar que tenemos más de lo que necesitamos, que hacemos stock fácilmente de todo, que consumimos más por gusto que por necesidad, que nos cuesta compartir, que nos hace temblar la pobreza, el carecer, el esperar turno, el ponerse a la cola y pedir, que nos costaría que no quedara nada para una misma… Algunas son metáforas; otras, no.

3.- Mis hermanos. La persona que sufre al otro lado de la tierra es mi hermano y mi hermana, tiene mis mismos anhelos, mis mismos deseos, esperanzas, inquietudes, esperanzas, dolores. En aquellas muertes está también la mía, adelantada, anunciada, pero también con ellos muero yo, mueren parte de mis esperanzas, de mis seguridades, de mis certezas, de mis comodidades. En aquellas muertes está también la mía y cuando veo los cuerpos sufrientes, heridos o muertos, digo mi Misa y me uno a Cristo para decir con Él “esto es mi Cuerpo, esta es mi Sangre”, e intento hacer ofrenda de mi vida de nuevo, y acción de gracias a pesar del dolor y el mal que no comprendo, “...pero no se haga mi voluntad sino la tuya”; y no ceso de pedir al Padre que no nos deje caer en la tentación de la desconfianza… y no ceso de pedir y pedir, porque al final, todo esto, lo que viene a decirnos es que somos criaturas y aunque parece que vamos a la deriva pro este mar proceloso, en realidad el viaje lo hacemos hacia Él, que nos espera porque para eso nos ha creado. Y entonces asumo toda imperfección, todo dolor, toda insatisfacción, y mantengo la esperanza que me pone en pie y me obliga a seguir caminando, construyendo con Él, amando con Él, curando las heridas, compartiendo la vida.

El sufrimiento del otro no puede dejarnos impasibles o dolidas pero en la distancia (aunque es inevitable). Es preciso calzarse el zapato de este pueblo y caminar un trecho con él. Os propongo:

- Un ayuno que me recuerde el sentido de la muerte, la realidad de la muerte, la nuestra propia y la de tantos, en medio de tantas calamidades. Dejar de vivir alocadamente y escuchar en el silencio al propio corazón, al corazón del otro, a Dios, su Palabra; reflexionar más y hablar menos. Que nos conmuevan las grandes preguntas: ¿quién soy, quiénes somos? ¿a dónde vamos y a dónde queremos ir?¿qué hacemos y qué dejamos de hacer impunemente? Apagar deseos inicuos, acallar voces de desesperanza, de odio, de distancia, de desprecio; necesitar menos, pasar alguna necesidad, carecer de algo y no buscarlo ni pretenderlo, a todos los niveles; dejar que me afecte el dolor del otro, el hambre, la sed, el frío; cuestionar nuestras comodidades, nuestras actitudes malvadas. Vivir con la mirada fija en Él y menos en nosotros y en lo que pasa. “Puestos los ojos en Aquél que inició y completa nuestra fe: Jesús…” (Hb 12, 2)

- Caridad. No puedo cortar las cuerdas que me unen a todo ser humano sin quedar yo misma cercenada. Hay que dejar correr libremente el flujo de un amor al que no pongamos trabas e impedimentos. Para ello hemos de purificar el corazón:

. PARARSE ANTE LA MUERTE. Parándonos ante la muerte, la realidad que siempre la recuerda, y ante todo signo de muerte que hay en nosotras. Hemos comenzado la Cuaresma así, aceptando el signo de la ceniza, de la nada que somos, criaturas siempre, que están aquí de paso. “Tierra, polvo, humo, nada”. Le necesitamos a Él, volver a Él.

. REDESCUBRIR NUESTRO BAUTISMO. Reconociendo el don magnífico de la Vida, la promesa que en Él nos ha sido hecha y a menudo no prestamos atención, no respondemos a ella, no la reconocemos como fuerza de nuestra vida. El agua es el símbolo de un nuevo nacimiento. El agua y el barro son elementos creacionales y por eso al mentarlos y tenerlos presentes en este tiempo estamos evocando litúrgicamente aquél nacimiento nuevo al que nos llama la Pascua del Señor.

. ACERCARNOS AL FUEGO. “Nacer del agua y del Espíritu” (Jn 3, 5).Él hará de nuestro barro, con el Agua Viva del Bautismo, una nueva Creación, una nueva criatura. “Nacer de nuevo” no es otra cosa que aceptar la gracia de la conversión. No nacemos nos convertimos a Él. Sólo esa novedad nos lleva a amar como Él nos ama, amar al mundo como Él nos ama. El nuevo nacimiento en el agua y en el espíritu nos injerta en su Vida y nos hace ser uno con Él, teniendo sus mismos sentimientos y viviendo como Él ha pensado desde siempre que sería la vida del hombre. El cristiano nace dos veces y la última de ellas le convierte en una persona Pascual, le hace hijo de Dios en el Hijo, al que sigue. Sólo en Él se nace del fuego y del Espíritu, nos convertimos a Dios.

El misterio Pascual está transido de este fuego en el que la muerte se transforma en Vida, los que estábamos perdidos encontramos la Patria, los huérfanos reciben el abrazo del Padre, los que eran siervos son rescatados por la filiación, los hermanos se reconcilian y viven el misterio de comunión en el que de muchos se hace uno.

Queridas hermanas, yo siento esta pérdida del sentido de la muerte en primera persona, siento que a menudo vivimos como si todo se nos debiera y como si fundamentalmente se nos debiera la dicha y el gozo sin fin. “No estábamos preparados para esto”, decían los titulares de un periódico de estos días aludiendo a las palabras del pueblo japonés ante la catástrofe. Son también nuestras palabras. Estamos sobrecogidas por tanto sufrimiento, por ese golpe inesperado y brutal de la naturaleza al hombre. Nos hacemos una con este pueblo que hoy sufre enormemente.

Me duele la muerte del hombre, la carrera de los jóvenes hacia ningún futuro, me desalienta verles vivir sin la alegría de la promesa y sin la certeza del amor de Dios. Me duelen todas las muertes pero me duele infinitamente más la muerte de la fe. Al mundo de hoy habría que gritarle con nuestra vida “¡Vive!”.

Os llamo la atención a fin de que recalemos en esto, y recordemos de mil modos que la vida pasa y queda sólo lo esencial.

Comencemos a vivir la Pascua, que se inició con la ofrenda de la vida y giró en el eje de una cruz para darnos la Vida que no pasa. Comencemos con Él a subir a Jerusalén, convencidos de que queremos seguir sus pasos, vivir con él, seguirle, amándole para que su amor arda en nuestro corazón.

Con todo cariño, sintiéndome unida a todas vosotras en la búsqueda de Dios y en el Seguimiento de Jesús, con la compañía del Espíritu, comenzamos esta Cuaresma, Camino hacia la Pascua.

TEXTOS

“(…) responder al amor misericordioso de Dios que nos ha amado primero» (…) todos tienen necesidad de la gracia de Dios, que ilumine la mente y el corazón (…): «Ahora es el tiempo favorable, ahora es el día de la salvación» (2 Co 6, 2). Todos pueden abrirse a la acción de Dios, a su amor; con nuestro testimonio evangélico, los cristianos debemos ser un mensaje viviente, más aún, en muchas ocasiones somos el único Evangelio que los hombres de hoy todavía leen. He aquí nuestra responsabilidad; he aquí un motivo más para vivir bien la Cuaresma: dar testimonio de fe vivida en un mundo en dificultad, que necesita volver a Dios, (…)

(…) obras de misericordia viviéndolas de manera más profunda, no por amor propio, sino por amor a Dios, como medios en el camino de conversión a él. Limosna, oración y ayuno: es el camino de la pedagogía divina que nos acompaña, no sólo durante la Cuaresma, hacia el encuentro con el Señor resucitado; un camino que hemos de recorrer sin ostentación (…)

(…) comencemos confiados y gozosos el itinerario cuaresmal. Cuarenta días nos separan de la Pascua; este tiempo «fuerte» del Año litúrgico es un tiempo favorable que se nos ofrece para esperar, con mayor empeño, en nuestra conversión, para intensificar la escucha de la Palabra de Dios, la oración y la penitencia, abriendo el corazón a la acogida dócil de la voluntad divina, para practicar con más generosidad la mortificación, gracias a la cual podamos salir con mayor liberalidad en ayuda del prójimo necesitado: un itinerario espiritual que nos prepara a revivir el Misterio pascual.”

BENEDICTO XVI, Homilía del Miércoles de Ceniza, 9 marzo 2011.

EN CUARESMA,

“Para emprender seriamente el camino hacia la Pascua y prepararnos a celebrar la Resurrección del Señor —la fiesta más gozosa y solemne de todo el Año litúrgico—, ¿qué puede haber de más adecuado que dejarnos guiar por la Palabra de Dios? Por esto la Iglesia, en los textos evangélicos de los domingos de Cuaresma, nos guía a un encuentro especialmente intenso con el Señor con vistas a nuevos y decisivos pasos en el seguimiento de Cristo y en la entrega más plena a Él (…) sumergirse en la presencia de Dios: Él quiere transmitirnos, cada día, una palabra que penetra en las profundidades de nuestro espíritu, donde discierne el bien y el mal (cf. Hb 4, 12) y fortalece la voluntad de seguir al Señor (…)

En todo el período cuaresmal, la Iglesia nos ofrece con particular abundancia la Palabra de Dios. Meditándola e interiorizándola para vivirla diariamente, aprendemos… una conversión profunda de nuestra vida: dejarnos transformar por la acción del Espíritu Santo, como san Pablo en el camino de Damasco; orientar con decisión nuestra existencia según la voluntad de Dios; liberarnos de nuestro egoísmo, superando el instinto de dominio sobre los demás y abriéndonos a la caridad de Cristo (…) el camino de conversión hacia la Pascua nos lleva a redescubrir nuestro Bautismo. Renovemos en esta Cuaresma la acogida de la Gracia que Dios nos dio en ese momento, para que ilumine y guíe todas nuestras acciones. Lo que el Sacramento significa y realiza estamos llamados a vivirlo cada día siguiendo a Cristo de modo cada vez más generoso y auténtico.”

BENEDICTO XVI, Mensaje para Cuaresma 2011.

Lectura

Mensaje del Papa Benedicto XVI para la Cuaresma 2011

“Con Cristo sois sepultados en el Bautismo, con él también habéis resucitado” (cf. Col 2, 12)

Queridos hermanos y hermanas:

La Cuaresma, que nos lleva a la celebración de la Santa Pascua, es para la Iglesia un tiempo litúrgico muy valioso e importante, con vistas al cual me alegra dirigiros unas palabras específicas para que lo vivamos con el debido compromiso. La Comunidad eclesial, asidua en la oración y en la caridad operosa, mientras mira hacia el encuentro definitivo con su Esposo en la Pascua eterna, intensifica su camino de purificación en el espíritu, para obtener con más abundancia del Misterio de la redención la vida nueva en Cristo Señor (cf. Prefacio I de Cuaresma).

1. Esta misma vida ya se nos transmitió el día del Bautismo, cuando «al participar de la muerte y resurrección de Cristo» comenzó para nosotros «la aventura gozosa y entusiasmante del discípulo» (Homilía en la fiesta del Bautismo del Señor, 10 de enero de 2010). San Pablo, en sus Cartas, insiste repetidamente en la comunión singular con el Hijo de Dios que se realiza en este lavacro. El hecho de que en la mayoría de los casos el Bautismo se reciba en la infancia pone de relieve que se trata de un don de Dios: nadie merece la vida eterna con sus fuerzas. La misericordia de Dios, que borra el pecado y permite vivir en la propia existencia «los mismos sentimientos que Cristo Jesús» (Flp 2, 5) se comunica al hombre gratuitamente.

El Apóstol de los gentiles, en la Carta a los Filipenses, expresa el sentido de la transformación que tiene lugar al participar en la muerte y resurrección de Cristo, indicando su meta: que yo pueda «conocerle a él, el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos hasta hacerme semejante a él en su muerte, tratando de llegar a la resurrección de entre los muertos» (Flp 3, 10-11). El Bautismo, por tanto, no es un rito del pasado sino el encuentro con Cristo que conforma toda la existencia del bautizado, le da la vida divina y lo llama a una conversión sincera, iniciada y sostenida por la Gracia, que lo lleve a alcanzar la talla adulta de Cristo.

Un nexo particular vincula al Bautismo con la Cuaresma como momento favorable para experimentar la Gracia que salva. Los Padres del Concilio Vaticano II exhortaron a todos los Pastores de la Iglesia a utilizar «con mayor abundancia los elementos bautismales propios de la liturgia cuaresmal» (Sacrosanctum Concilium, 109). En efecto, desde siempre, la Iglesia asocia la Vigilia Pascual a la celebración del Bautismo: en este Sacramento se realiza el gran misterio por el cual el hombre muere al pecado, participa de la vida nueva en Jesucristo Resucitado y recibe el mismo espíritu de Dios que resucitó a Jesús de entre los muertos (cf.Rm 8, 11). Este don gratuito debe ser reavivado en cada uno de nosotros y la Cuaresma nos ofrece un recorrido análogo al catecumenado, que para los cristianos de la Iglesia antigua, así como para los catecúmenos de hoy, es una escuela insustituible de fe y de vida cristiana: viven realmente el Bautismo como un acto decisivo para toda su existencia.

2. Para emprender seriamente el camino hacia la Pascua y prepararnos a celebrar la Resurrección del Señor —la fiesta más gozosa y solemne de todo el Año litúrgico—, ¿qué puede haber de más adecuado que dejarnos guiar por la Palabra de Dios? Por esto la Iglesia, en los textos evangélicos de los domingos de Cuaresma, nos guía a un encuentro especialmente intenso con el Señor, haciéndonos recorrer las etapas del camino de la iniciación cristiana: para los catecúmenos, en la perspectiva de recibir el Sacramento del renacimiento, y para quien está bautizado, con vistas a nuevos y decisivos pasos en el seguimiento de Cristo y en la entrega más plena a él.

El primer domingo del itinerario cuaresmal subraya nuestra condición de hombre en esta tierra. La batalla victoriosa contra las tentaciones, que da inicio a la misión de Jesús, es una invitación a tomar conciencia de la propia fragilidad para acoger la Gracia que libera del pecado e infunde nueva fuerza en Cristo, camino, verdad y vida (cf. Ordo Initiationis Christianae Adultorum, n. 25). Es una llamada decidida a recordar que la fe cristiana implica, siguiendo el ejemplo de Jesús y en unión con él, una lucha «contra los Dominadores de este mundo tenebroso» (Ef 6, 12), en el cual el diablo actúa y no se cansa, tampoco hoy, de tentar al hombre que quiere acercarse al Señor: Cristo sale victorioso, para abrir también nuestro corazón a la esperanza y guiarnos a vencer las seducciones del mal.

El Evangelio de la Transfiguración del Señor pone delante de nuestros ojos la gloria de Cristo, que anticipa la resurrección y que anuncia la divinización del hombre. La comunidad cristiana toma conciencia de que es llevada, como los Apóstoles Pedro, Santiago y Juan «aparte, a un monte alto» (Mt 17, 1), para acoger nuevamente en Cristo, como hijos en el Hijo, el don de la gracia de Dios: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle» (v. 5). Es la invitación a alejarse del ruido de la vida diaria para sumergirse en la presencia de Dios: él quiere transmitirnos, cada día, una palabra que penetra en las profundidades de nuestro espíritu, donde discierne el bien y el mal (cf. Hb 4, 12) y fortalece la voluntad de seguir al Señor.

La petición de Jesús a la samaritana: «Dame de beber» (Jn 4, 7), que se lee en la liturgia del tercer domingo, expresa la pasión de Dios por todo hombre y quiere suscitar en nuestro corazón el deseo del don del «agua que brota para vida eterna» (v. 14): es el don del Espíritu Santo, que hace de los cristianos «adoradores verdaderos» capaces de orar al Padre «en espíritu y en verdad» (v. 23). ¡Sólo esta agua puede apagar nuestra sed de bien, de verdad y de belleza! Sólo esta agua, que nos da el Hijo, irriga los desiertos del alma inquieta e insatisfecha, «hasta que descanse en Dios», según las célebres palabras de san Agustín.

El domingo del ciego de nacimiento presenta a Cristo como luz del mundo. El Evangelio nos interpela a cada uno de nosotros: «¿Tú crees en el Hijo del hombre?». «Creo, Señor» (Jn 9, 35.38), afirma con alegría el ciego de nacimiento, dando voz a todo creyente. El milagro de la curación es el signo de que Cristo, junto con la vista, quiere abrir nuestra mirada interior, para que nuestra fe sea cada vez más profunda y podamos reconocer en él a nuestro único Salvador. Él ilumina todas las oscuridades de la vida y lleva al hombre a vivir como «hijo de la luz».

Cuando, en el quinto domingo, se proclama la resurrección de Lázaro, nos encontramos frente al misterio último de nuestra existencia: «Yo soy la resurrección y la vida... ¿Crees esto?» (Jn 11, 25-26). Para la comunidad cristiana es el momento de volver a poner con sinceridad, junto con Marta, toda la esperanza en Jesús de Nazaret: «Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo» (v. 27). La comunión con Cristo en esta vida nos prepara a cruzar la frontera de la muerte, para vivir sin fin en él. La fe en la resurrección de los muertos y la esperanza en la vida eterna abren nuestra mirada al sentido último de nuestra existencia: Dios ha creado al hombre para la resurrección y para la vida, y esta verdad da la dimensión auténtica y definitiva a la historia de los hombres, a su existencia personal y a su vida social, a la cultura, a la política, a la economía. Privado de la luz de la fe todo el universo acaba encerrado dentro de un sepulcro sin futuro, sin esperanza.

El recorrido cuaresmal encuentra su cumplimiento en el Triduo Pascual, en particular en la Gran Vigilia de la Noche Santa: al renovar las promesas bautismales, reafirmamos que Cristo es el Señor de nuestra vida, la vida que Dios nos comunicó cuando renacimos «del agua y del Espíritu Santo», y confirmamos de nuevo nuestro firme compromiso de corresponder a la acción de la Gracia para ser sus discípulos.

3. Nuestro sumergirnos en la muerte y resurrección de Cristo mediante el sacramento del Bautismo, nos impulsa cada día a liberar nuestro corazón del peso de las cosas materiales, de un vínculo egoísta con la «tierra», que nos empobrece y nos impide estar disponibles y abiertos a Dios y al prójimo. En Cristo, Dios se ha revelado como Amor (cf. 1 Jn 4, 7-10). La Cruz de Cristo, la «palabra de la Cruz» manifiesta el poder salvífico de Dios (cf. 1 Co 1, 18), que se da para levantar al hombre y traerle la salvación: amor en su forma más radical (cf. Enc. Deus caritas est, 12). Mediante las prácticas tradicionales del ayuno, la limosna y la oración, expresiones del compromiso de conversión, la Cuaresma educa a vivir de modo cada vez más radical el amor de Cristo. El ayuno, que puede tener distintas motivaciones, adquiere para el cristiano un significado profundamente religioso: haciendo más pobre nuestra mesa aprendemos a superar el egoísmo para vivir en la lógica del don y del amor; soportando la privación de alguna cosa —y no sólo de lo superfluo— aprendemos a apartar la mirada de nuestro «yo», para descubrir a Alguien a nuestro lado y reconocer a Dios en los rostros de tantos de nuestros hermanos. Para el cristiano el ayuno no tiene nada de intimista, sino que abre mayormente a Dios y a las necesidades de los hombres, y hace que el amor a Dios sea también amor al prójimo (cf. Mc 12, 31).

En nuestro camino también nos encontramos ante la tentación del tener, de la avidez de dinero, que insidia el primado de Dios en nuestra vida. El afán de poseer provoca violencia, prevaricación y muerte; por esto la Iglesia, especialmente en el tiempo cuaresmal, recuerda la práctica de la limosna, es decir, la capacidad de compartir. La idolatría de los bienes, en cambio, no sólo aleja del otro, sino que despoja al hombre, lo hace infeliz, lo engaña, lo defrauda sin realizar lo que promete, porque sitúa las cosas materiales en el lugar de Dios, única fuente de la vida. ¿Cómo comprender la bondad paterna de Dios si el corazón está lleno de uno mismo y de los propios proyectos, con los cuales nos hacemos ilusiones de que podemos asegurar el futuro? La tentación es pensar, como el rico de la parábola: «Alma, tienes muchos bienes en reserva para muchos años... Pero Dios le dijo: "¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma"» (Lc 12, 19-20). La práctica de la limosna nos recuerda el primado de Dios y la atención hacia los demás, para redescubrir a nuestro Padre bueno y recibir su misericordia.

En todo el período cuaresmal, la Iglesia nos ofrece con particular abundancia la Palabra de Dios. Meditándola e interiorizándola para vivirla diariamente, aprendemos una forma preciosa e insustituible de oración, porque la escucha atenta de Dios, que sigue hablando a nuestro corazón, alimenta el camino de fe que iniciamos en el día del Bautismo. La oración nos permite también adquirir una nueva concepción del tiempo: de hecho, sin la perspectiva de la eternidad y de la trascendencia, simplemente marca nuestros pasos hacia un horizonte que no tiene futuro. En la oración encontramos, en cambio, tiempo para Dios, para conocer que «sus palabras no pasarán» (cf. Mc 13, 31), para entrar en la íntima comunión con él que «nadie podrá quitarnos» (cf. Jn 16, 22) y que nos abre a la esperanza que no falla, a la vida eterna.

En síntesis, el itinerario cuaresmal, en el cual se nos invita a contemplar el Misterio de la cruz, es «hacerme semejante a él en su muerte» (Flp 3, 10), para llevar a cabo una conversión profunda de nuestra vida: dejarnos transformar por la acción del Espíritu Santo, como san Pablo en el camino de Damasco; orientar con decisión nuestra existencia según la voluntad de Dios; liberarnos de nuestro egoísmo, superando el instinto de dominio sobre los demás y abriéndonos a la caridad de Cristo. El período cuaresmal es el momento favorable para reconocer nuestra debilidad, acoger, con una sincera revisión de vida, la Gracia renovadora del Sacramento de la Penitencia y caminar con decisión hacia Cristo.

Queridos hermanos y hermanas, mediante el encuentro personal con nuestro Redentor y mediante el ayuno, la limosna y la oración, el camino de conversión hacia la Pascua nos lleva a redescubrir nuestro Bautismo. Renovemos en esta Cuaresma la acogida de la Gracia que Dios nos dio en ese momento, para que ilumine y guíe todas nuestras acciones. Lo que el Sacramento significa y realiza estamos llamados a vivirlo cada día siguiendo a Cristo de modo cada vez más generoso y auténtico. Encomendamos nuestro itinerario a la Virgen María, que engendró al Verbo de Dios en la fe y en la carne, para sumergirnos como ella en la muerte y resurrección de su Hijo Jesús y obtener la vida eterna.

Vaticano, 4 de noviembre de 2010

BENEDICTUS PP XVI

A pesar de la crisis económica, en muchos lugares se ha celebrado el carnaval. Esas antiguas celebraciones, anticipaban por contraposición el itinerario cuaresmal que se preveía como un tiempo de penitencia. “Obtener con más abundancia del Misterio de la redención la vida nueva en Cristo Señor”. Ese es el objetivo que Benedicto XVI ha subrayado en su mensaje para la cuaresma de este año 2011.

Este texto, profundo y sencillo a la vez, gira en torno a tres núcleos principales.

• El primero se centra en la importancia del bautismo. Según el Papa, “el bautismo no es un rito del pasado sino el encuentro con Cristo que conforma toda la existencia del bautizado, le da la vida divina y lo llama a una conversión sincera, iniciada y sostenida por la gracia, que lo lleve a alcanzar la talla adulta de Cristo”. La cuaresma es una especie de catecumenado que nos prepara para la Vigilia Pascual en la que renovamos la opción por esa nueva vida que el bautismo inicia y consagra.


• El segundo núcleo del mensaje resume la riqueza de la Palabra de Dios, que en los domingos de Cuaresma, nos guía a un encuentro especialmente intenso con el Señor. El texto va resumiendo en pocas líneas el sentido de los evangelios que se proclaman en los cinco primeros domingos de la cuaresma: las tentaciones de Jesús en el desierto, la Transfiguración del Señor en el monte, el encuentro de Jesús con la mujer samaritana, la curación del ciego de nacimiento y la resurrección de Lázaro. Relatos bien conocidos que reflejan la condición humana y su vocación a una gloria que calma nuestra sed, da luz a nuestros ojos y vida definitiva a nuestra caducidad.


• El tercer núcleo recoge tres prácticas que ya se encuentran en el evangelio. Dejando de lado el Domingo de Ramos, el Papa nos invita a preparar el Triduo Pascual y en particular la Gran Vigilia de la Noche Santa de la Pascua. La preparación cuaresmal incorpora la práctica del ayuno, la limosna y la oración. Esas prácticas nos ayudan a “liberar nuestro corazón del peso de las cosas materiales, de un vínculo egoísta con la «tierra», que nos empobrece y nos impide estar disponibles y abiertos a Dios y al prójimo”. Ayunar de lo otro, compartir nuestros bienes con los otros y unirnos con espíritu creyente al Absolutamente Otro son tareas de toda la vida. Pero han de hacerse más vivas en este tiempo de preparación para la Pascua.

La conversión de nuestra vida no depende sólo de nuestras fuerzas: implica una colaboración de Dios y del hombre. De hecho, significa “dejarnos transformar por la acción del Espíritu Santo; orientar con decisión nuestra existencia según la voluntad de Dios; liberarnos de nuestro egoísmo, superando el instinto de dominio sobre los demás y abriéndonos a la caridad de Cristo”.

Este mensaje papal puede ayudarnos a orientar nuestro itinerario a lo largo del camino cuaresmal. En pocos escritos lo encontramos tan claro.

José-Román Flecha Andrés


Monseñor Bruno Forte: "En la noche del mundo, el hombre siente nostalgia de Dios"

Comienzan los “Diálogos en la catedral” entre la fe y la cultura, en San Juan de Letrán

ROMA, miércoles 16 de marzo de 2011 de (ZENIT.org).- “El hombre busca a Dios, siente nostalgia de su presencia”: esta constatación, apoyada por los estudios sociológicos de los últimos años, ha dado vida a la primera cita de los “Diálogos en la catedral”, comprende tres encuentros propuestos por la diócesis de Roma en la basílica de San Juan de Letrán con diversos exponentes de la cultura.

Sobre la nostalgia de Dios en la cultura contemporánea trataron el pasado 10 de marzo monseñor Bruno Forte, arzobispo de Chieti-Vasto y Pietro Barcellona, de la universidad de Catania.

“El hombre contemporáneo -afirmó el cardenal vicario de Roma, Agostino Vallini, presentando el encuentro- incluso en el drama de las situaciones existenciales, espera conocer y encontrar no un Dios genérico sino al Dios de los vivos”. Su nostalgia “nace de la desilusión de los dioses pero también de las propuestas culturales insatisfactorias de nuestro tiempo”. En su corazón, de hecho “hay todavía la esperanza viva de ser amado y de ser interlocutor para construir una historia que se desarrolla en el tiempo y prosigue más allá de él”.

La noche del mundo

“El ocaso de las ideologías – afirmó monseñor Forte – ha dado paso al 'tiempo de la noche del mundo', un tiempo tan pobre que no reconoce la falta de Dios como ausencia”. Se ha demostrado que la “muerte de Dios”, celebrada por Nietzsche, no ha generado “un hombre más feliz, sino más solo y más violento, como demuestran las guerras y las masacres llevadas a cabo por los totalitarismos, tanto de derechas como de izquierdas, durante el siglo XX”.

La pobreza que sigue a “la crisis de los grandes relatos ideológicos”, por ello, “no es tanto la percepción de la ausencia de Dios como que los hombres no sufran más por esta falta”. Ha desaparecido el “sentido de pertenencia”. “Y por esto -subraya Forte- las mentes más despiertas advierten de la necesidad de una vuelta de lo sagrado, reconociendo muy distintas señales de espera, por ejemplo en el canto de los poetas”. Deber del poeta es “suscitar la nostalgia de Dios, cantar su ausencia”.

“Es cierto -advierte Forte- que de la noche no se sale fácilmente”. De hecho, “en su rechazo crítico de los mundos ideológicos, la posmodernidad no es más que una forma invertida de ellos” de manera que “la sed de plenitud de la razón emancipada puede convertirse en una nueva totalidad, la del negativo que abarca todas las cosas”.

“Sin embargo se dibuja en la inquietud posmoderna -prosiguió – una especie de búsqueda del Otro, del huésped deseado y al mismo tiempo inquietante”. Se percibe que “huir de la presunción totalitaria de la razón moderna exige confesar una alteridad que destroce el dominio del sujeto y se ofrezca como origen y fin”. “El resultado de lo moderno y de lo posmoderno -afirmó Forte- es hambre y sed de sentido, declaradas o no confesadas”, es decir, “la necesidad de dar un sentido a una vida tan frágil”.

Un Dios en el que confiar

¿Cuál es entonces el Dios “del que se puede hablar a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo?”. “Un Dios de confianza -destacó el arzobispo de Chieti-Vasto- que no nos violenta porque quiere para sí sólo hombres libres”. El cristianismo, de hecho, “es la religión de la libertad que se diferencia radicalmente por esto, entre otras cosas, del Islam, donde todo está predestinado”.

“En la pregunta que todo el mundo lleva en su interior acerca de la inevitabilidad de la muerte -afirmó Forte- va perfilándose la imagen de un padre-madre en el amor, alguien en quien confiar sin reservas, casi un puerto donde reposar nuestro cansancio y nuestro dolor, seguros de no ser rechazados al abismo de la nada”. ¿Por qué, entonces, si esta necesidad es tan fuerte, surge en tantos un rechazo incluso visceral de la figura del padre?”. Esencialmente por “el miedo de tener que depender de Él”.

La elección decisiva es aceptar “un padre-madre que nos ame haciéndonos libres”. “Elegir de qué parte estar”. Esto es, para Forte, “el riesgo de la fe”. “No hemos sido nosotros los que hemos amado a Dios en primer lugar, sino Él”.

“La nostalgia de Dios en el mundo contemporáneo -concluyó el arzobispo- no está dirigida hacia un juez sino hacia el Crucifijo”. El hombre de la Síndone atrae “porque en aquella debilidad se revela el infinito amor de Dios”. ¿Cuál es entonces el paso que hay que dar? “Entregarse a este amor que no es debilidad sino 'buena noticia'”. “Los cristianos que lo han experimentado, como el ministro paquistaní Shahbaz Bhatti, saben que es la única razón por la que valga la pena vivir y morir”.

Derrotar a la muerte

No son diferentes las conclusiones de Pietro Barcellona, profesor de filosofía del derecho en la facultad de Derecho de la Universidad de Catania, ex miembro del Consejo Superior de la Magistratura y ya diputado del Partido Comunista italiano.

“La nostalgia -afirmó Barcellona- nace de la sensación de pérdida”. El nuestro es un tiempo caracterizado por la “pérdida de la dimensión interior y de la memoria, e incluso del contacto con el mundo real”. La oferta, en efecto, es “la 'Second life', una vida virtual”.

El iluminismo tecnológico -afirmó Barcellona- es el último intento de la arrogancia del hombre de hacer frente a la incontenible angustia de muerte que lo invade desde los primeros momentos de su venida al mundo”

En la realidad virtual, de hecho, “no aparecen más, de modo alguno, ni la experiencia dolorosa del existir como seres mortales ni la experiencia de la imaginación como capacidad de pensar otro modo posible de estar en el mundo”. Las más avanzadas tecnologías funcionan como “un gran dispositivo anestésico” en la medida que “a los hombres no les gusta pensar porque esto les lleva a contactar con sus propias contradicciones”.

“En la época de la actual miseria -se interrogó Barcellona- en la que el nihilismo parece haber vencido sobre cualquier intento de reabrir el animo a la esperanza, ¿de qué Dios se puede tener nostalgia?”. El Dios hacia el que se siente “la atracción irresistible”, según Barcellona, es “el Hijo de Dios que se ha hecho hombre y que asumiendo la carne y la sangre de los seres mortales ha compartido hasta las últimas consecuencias el dolor y la miseria, eligiendo hacerse crucificar como al último de los delincuentes”.

“Solo un Dios que acepta ser derrotado por la muerte -concluyó Barcellona- es capaz de comunicarse todavía con los seres humanos”.

Benedicto XVI:

Y Judas entró en la noche

CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 16 de marzo de 2011 (ZENIT.org).- Presentamos un pasaje del libro del Papa "Jesús de Nazaret. Desde la entrada el Jerusalén hasta la resurrección", adelantado por la "Libreria Editrice Vaticana", de acuerdo con "Ediciones Encuentro", encargada de la edición de la obra en lengua española. El texto está tomado del cuarto punto -"El misterio del traidor"- del tercer capítulo, titulado "El lavatorio de los pies".

La perícopa del lavatorio de los pies nos pone ante dos for­mas diferentes de reaccionar a este don por parte del hom­bre: Judas y Pedro. Inmediatamente después de haberse re­ferido al ejemplo que da a los suyos, Jesús comienza a ha­blar del caso de Judas. Juan nos dice a este respecto que Jesús, profundamente conmovido, declaró: «Os aseguro que uno de vosotros me va a entregar» (13,21).

Son momentos en los que Jesús se encuentra con la ma­jestad de la muerte y es tocado por el poder de las tinie­blas, un poder que él tiene la misión de combatir y vencer. Volveremos sobre esta «conmoción» del alma de Jesús cuando reflexionemos sobre la noche en el Monte de los Olivos.

Inicialmente se alcanza a entender únicamente que quien traicionará a Jesús es uno de los comensales; pero poste­riormente se va clarificando que el Señor tiene que padecer hasta el final y seguir hasta en los más mínimos detalles el destino de sufrimiento del justo, un destino que aparece de muchas maneras sobre todo en los Salmos.

Así, la palabra del Salmo proyecta anticipadamente su sombra sobre la Iglesia que celebra la Eucaristía, tanto en el tiempo del evangelista como en todos los tiempos: con la traición de Judas, el sufrimiento por la deslealtad no se ha terminado. «Incluso mi amigo, de quien yo me fiaba, el que compartía mi pan, me ha traicionado» (Sal 41,10). La ruptura de la amistad llega hasta la fraternidad de comu­nión de la Iglesia, donde una y otra vez se encuentran per­sonas que toman «su pan» y lo traicionan.

Lo que sucedió con Judas, para Juan, ya no es explicable psicológicamente. Ha caído bajo el dominio de otro: quien rompe la amistad con Jesús, quien se sacude de encima su «yugo ligero», no alcanza la libertad, no se hace libre, sino que, por el contrario, se convierte en esclavo de otros pode­res; o más bien: el hecho de que traicione esta amistad proviene ya de la intervención de otro poder, al que ha abierto sus puertas. Y, sin embargo, la luz que se ha­bía proyectado desde Jesús en el alma de Judas no se oscureció completamente. Hay un primer paso hacia la conversión: «He peca­do», dice a sus mandantes. Trata de salvar a Jesús y de­vuelve el dinero (cf. Mt 27,3ss). Todo lo puro y grande que había recibido de Jesús seguía grabado en su alma, no podía olvidarlo. Su segunda tragedia, des­pués de la traición, es que ya no logra creer en el per­dón. Su arrepentimiento se convierte en desesperación. Ya no ve más que a sí mis­mo y sus tinieblas, ya no ve la luz de Jesús, esa luz que puede iluminar y superar incluso las tinieblas. De este mo­do, nos hace ver el modo equivocado del arrepentimiento: un arrepentimiento que ya no es capaz de esperar, sino que ve únicamente la propia oscuridad, es destructivo y no es un verdadero arrepentimiento. La certeza de la esperanza forma parte del verdadero arrepentimiento, una certeza que nace de la fe en que la Luz tiene mayor poder y se ha he­cho carne en Jesús.

Juan concluye el pasaje sobre Judas de una manera dra­mática con las palabras: «En cuanto Judas tomó el bocado, salió. Era de noche» (13,30). Judas sale fuera, y en un sen­tido más profundo: sale para entrar en la noche, se marcha de la luz hacia la oscuridad; el «poder de las tinieblas» se ha apoderado de él (cf. Jn 3,19; Lc 22,53).

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