lunes, 30 de marzo de 2015

Carta de Comunión - Pascua 2015


"LOS CONDUCE EL COMPASIVO" 
(Is 49, 10)

De la crueldad a la compasión.


EL ESCENARIO DE LA CRUELDAD. ¿Será posible una vida sin crueldad? ¿Y habrá un lugar para la compasión en la vida? El ciclo de la existencia de los seres vivos es un camino plagado de violencias y crueldades. Como en el mundo animal también en nuestra misma sociedad humana la crueldad no nos es ajena, muy al contrario, impregna la estructura comunitaria, social; la mirada sobre el ser vivo y sobre el ser humano, empaña el pacto social; la vemos brotar en medio de nosotros y la sentimos agazapada y desafiante en lo íntimo de nuestro ser; es obra de uno y de muchos; es un abismo excavado en el corazón desde la infancia, día tras día, golpe tras golpe o ley tras ley, y que todos, en alguna medida, conocemos.

Tras un acto de crueldad hay acumulados muchos rencores, muchas pequeñas iras, desilusiones, insatisfacciones, precariedades… Esconde defensas y ataques. Nos revela como animales hechos de miedos y sospechas, de afán de poder de uno sobre otro, de temores… de pulsiones ancestrales a menudo adobadas por la misma sociedad en la vivimos.

Ella, la crueldad, descarna, quita velos, ropajes, vestimentas, piel, arranca aquello que protege al hombre, hasta llegar al “crudo” humano, a lo más desamparado, indefenso, precario y sometido, y lo hace siempre violentamente, aunque parezca fría, calculada y lenta. Necesita ver la sangre, lo sagrado, el signo de la vida y de la muerte, rozar esa frontera de la vida y satisfacerse en ello, eso es la crueldad, un mal dios, un mal poder y soberanía. La risa despiadada ante un hombre en su zozobra, en su indefensión, en su miedo, en su torpeza o su límite, evidencian la crueldad.

Es la acción más perversa sobre el otro aunque a su vez responde a un desprecio radical sobre el propio yo, juzgado por la crítica e inmisericorde mirada ajena, extraña y poco amigable, que cada uno proyecta sobre uno mismo y sobre los demás, a los que juzga como enemigos, sospechosos, contrincantes.
La crueldad humana es una pasión ciega que no ve al hombre al que golpea sino un objeto, un obstáculo, un muñeco sin nombre propio y sin identidad. Solo tiene delante una miseria contra la que puede actuar. Así es muy fácil asesinar, volar un metro, un supermercado, una Iglesia…

No es algo extraordinario ni extraño. El terrorismo, que ha padecido siempre el hombre y que ahora padecemos, es el paroxismo de la crueldad. La finitud, hasta caer enferma, nos arroja a los escenarios más crueles, aunque también es la finitud la que nos puede enseñar la senda de la compasión.


EL TERROR DEL HOMBRE A LA CRUELDAD. El hombre no soporta la crueldad, a pesar de que todos la llevemos agazapada en los entresijos de nuestro ser como un virus difícil de erradicar, siente temor ante la crueldad del otro y ante la suya propia, que puede llegar a cegarle y a hacerle perder toda cordura, raciocinio y lógica. La fiereza humana puede ser temible. Se agranda, ante la crueldad humana, la incertidumbre en la que vivimos.
En esta guerra entre iguales el hombre grita a Dios: “Sálvame del hombre cruel y malvado (que puede estar enfrente pero también dentro), Tú que eres mi Dios y Salvador” (salmo 42) y así expresa dos certezas: que solo a Él puede acudir como bastión de defensa, de fortaleza, de confianza y seguridad, incluso de escondite, porque es su Dios y Señor, su Salvador, y que el temor más grande del hombre es que Dios fuera cruel, que fuéramos abandonados por Él o descarnados por Él. ¿Dónde quedaría un puerto en el que atracar? Sería entonces preferible y justificable perderse a la deriva. La crueldad de Dios sería la razón suficiente para no creer en Él y vivir en la radical desconfianza.


EL DIOS COMPASIVO Y MISERICORDIOSO. Pero Dios es compasivo y misericordioso (sal 86, 15; Sal 50, 18-19; Sal 145, 8; Is 1, 18; Joel 2, 13; Si 2, 11). Asume al hombre, lo carga, lo protege, lo cubre con una nube, lo signa en la frente para defenderlo, Él se pone en su lugar… Nunca hemos visto reírse a Dios de la precariedad humana, ni de sus torpezas y ridiculeces. Nunca le hemos visto torcer la tuerca, el garrote vil, para mostrar cómo se asfixia a un hombre. Cuando el hombre así actúa en su Nombre yerra dramática, dolorosamente, pues su Mano lleva nuestra existencia con misericordia y compasión.

¿No será ante Él donde la crueldad se para en seco? ¿Ante Él que alza su mano y amaina la tempestad? ¿Ante Él, cuyo corazón no conoce la crueldad? Y, si no es Él, ¿quién?, ¿cómo parar este impulso asesino de poder, de éxito, de muerte? Y sin Él, ¿puede haber realmente un mundo sin crueldad?


EL CAMINO DEL COMPASIVO. Nos conduce el Compasivo (Is 49, 10)
Jesús, el Hijo de Dios, inaugura una vía posible en el imposible humano abriendo un camino en la maleza, trochando una senda con su encarnación, vida, muerte y resurrección, por la que el hombre puede caminar hacia el Padre. Él nos conduce, va delante, nosotros seguimos sus pasos. Él mismo es esa Vía.

Encarnación y redención son el fruto de la compasión y misericordia de Dios por el hombre – Si algo se merece el hombre es compasión- que le ha sacado de los poderes más crueles y mortíferos hasta provocarle a compasión incluso hacia su mismo Dios y Señor.

Jesús ha llevado la compasión al límite de lo impensable, de lo inesperado y de lo correcto a fin de cambiar nuestra arcana crueldad en compasión: Es el Compasivo y el Compadecido por su criatura. Que Dios se compadezca del hombre… ¡pero que Dios quiera ser compadecido por el hombre! Es lo radicalmente nuevo, una transgresión total del orden de las cosas, de la realidad, porque quien compadece tiene un poder sobre el otro; quien es compadecido está bajo el poder del otro y Él, Dios mismo, ha querido ser compadecido por nosotros. Una seña más del “admirable intercambio” del amor (S. Agustín, Serm. Güelf 3).

Así es. Jesús, sometiéndose a nuestra crueldad, atravesando nuestra tierra de sangre y espadas, provocó nuestra compasión, arrancó nuestro corazón de piedra y de violencia e hizo nacer un corazón compasivo y misericordioso, capaz de derramar lágrimas por el otro, por el Otro. Esa es la novedad de la compasión cristiana, no ver la condición humana desde arriba sino desde dentro y desde abajo, entrar en su indigencia, precariedad, desnudez, la “nuda vida”, la descarnada humanidad, su crudeza y crueldad, para romper hasta hacer mil pedazos nuestro corazón de muerte y abrirlo al advenimiento de un corazón nuevo, a imagen del Suyo, lleno de compasión y misericordia.

La obra de transformación de la crueldad en compasión se ha llevado a cabo a través del poder- sin poder, una potencia que va más allá de todo poder humano rompiendo la pulsión negativa y destructiva del hombre. Ese anti-poder de Dios ante el hombre lleva los sellos inequívocos de una novedad que es un imposible para el hombre pero no para Dios: el abajamiento, la proximidad, la identificación: el abrazo de nuestra condición hasta superar el asco y la repugnancia, la indiferencia y la distancia, la defensa y la autodefensa, hasta la transformación del corazón malvado, cruel, salteador o levita, en un corazón samaritano.

Quedan amigadas así la paciencia y la mansedumbre con la proximidad y el acercamiento al hombre, la pasividad, que asume, con la acción, que ofrece, la receptividad con la ofrenda. Solo como le hemos visto hacer a Él se comprende y se vive la compasión. Él dice en la Pascua “¡Sí, hay vida sin crueldad!”. Él, el Compasivo silencioso, la Divinidad herida, el que ha querido ser señalado como hombre, “Ecce Homo”,  el sufrido Inocente que calla y no abre la boca, que no devuelve el insulto, que no levantó su mano poderosa para caer sobre nuestras despiadadas crueldades y quebrar nuestro pabilo vacilante, que imploró para su verdugo el perdón -¿quién conoce los estrechos desfiladeros de horror por los que atraviesa el hombre hasta convertirse en verdugo y, por tanto, también en víctima?-, el “Cualquiera” … Dirijamos nuestros ojos hacia Él, hagamos propia su mirada, su silencio, su Palabra, sus gestos… abramos el corazón a la hospitalidad, el perdón, la belleza, la bondad, la reconciliación, la gratitud, la gratuidad… depongamos todo poder y dominación, toda lucha fratricida, toda ceguera que nos impida ver al hombre como hermano… y acojamos que Él, el Amor Compasivo, nos conduzca (Is 49, 10).

Dejemos atrás el lastre de bestialidad y fiereza y revistámonos de gracia y de santidad, a imagen del Hombre nuevo, hechura del agua, del fuego, la sangre y el Espíritu. Una nueva criatura nacida del seno de un sepulcro en la mañana de Pascua. ¡Aleluya!


Unidas a todos vosotros os deseamos una Feliz Pascua del Compasivo.


M. Prado
Comunidad de la Conversión

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