MISERICORDIA ES ENCARNACIÓN
"Jesucristo es el rostro de la misericordia del Padre" (Papa Francisco)
"Jesucristo es el rostro de la misericordia del Padre" (Papa Francisco)
La Sinfonía de las criaturas se abre con una confesión: “No nos hemos hecho nosotras a nosotras mismas, Otro ha querido que seamos”. El principio de todo lo creado es un Amor gratuito, precedente y eterno. ¡Misericordia Trinitaria que sale a crear! La Creación eleva este canto de gratitud hacia su Creador, Dios rico en misericordia, porque somos seres innecesarios pero amados; existimos porque Él así ha querido que fuera. Nuestra respuesta a tanto amor es “Gracias”, que no es otra cosa sino reconocernos criaturas y, por tanto, amadas con un amor misericordioso.
Sostener esa creación es también obra de su misericordia entrañable que no ha creado, sobre todo al hombre, para un instante fugaz y pasajero sino para siempre. SU MISERICORDIA ES CREACIÓN. Ser criatura es acoger confiada y humildemente este amor de misericordia que nos crea, nos sostiene y nos da la vida eterna (Ex 3, 14); la criatura es la que inaugura este amor, implícito en el Padre por ser Padre y engendrar al Hijo, y es la que lo vive en toda su esencialidad y verdad más honda pues, en nuestra precariedad creatural, tenemos al Creador que nos ama con misericordia y compasión, con deleite y satisfacción, porque somos obra de sus manos, hechura suya, a su imagen y semejanza, alabanza de su gloria… Sí, somos cantores de su amor misericordioso y esta es la fuente de nuestra alegría y felicidad.
Pero esta Creación gime con dolores de parto (Rm 8, 22). En medio del sufrimiento, el mal, el pecado, la muerte, brota una esperanza inesperada. La huella de la misericordia de Dios en el hombre es esa esperanza invencible que revela precisamente su hechura divina: hemos sido creados para la vida. Creemos en nuestra salvación (salud), esperamos siempre un rescate. Esperamos, a menudo, contra toda esperanza. SU MISERICORDIA ES NUESTRA ESPERANZA. Ella nos recrea y nos hace esperar esa salvación en la que tenemos la certeza o el deseo o la nostalgia o la necesidad de que irrumpa en nuestra vida y la transforme.
Somos seres en constante espera por eso nuestra humanidad la inauguró un gesto nuevo y singular: estar de pie, oteando un horizonte. No es propio del hombre la curvatura sobre sí mismo, la eterna parálisis que no nos deja avanzar. Es tarea del amor misericordioso -¡de la gracia!- ese mandato íntimo que está lleno de esperanza y que tira de nosotros hacia arriba con tal fuerza interior que nos LEVANTA de la postración en la que estamos, nos hace ALZAR LA CABEZA para orientar la mirada hacia el horizonte desde donde SE ACERCA A NOSOTROS la Gracia que esperamos con gemidos, deseos, anhelos, viva necesidad.
Es la misericordia de Dios con nosotros la que ha despertado nuestra esperanza. Habernos sentido amados de tal modo por Él nos ha llevado a la confianza, ni a la desesperanza ni a la arrogancia, sino a la espera esperanzada en Él. La invencible esperanza del hombre hunde sus raíces en su misericordia y así, cada vez que el hombre se sabe amado con un amor de misericordia infinita brota la esperanza en él, por muy agazapada, escondida, pequeña e invisible que sea.
“Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti” (Sal 32, 22). Esa esperanza sembrada en el hombre siempre pedirá plenitud, cumplimiento de una promesa. La misericordia de Dios nos ha acompañado en el camino como un padre a su hijo (Dt 1, 31) pero nunca habíamos visto el rostro de esta misericordia, de ahí la constante plegaria: “Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación” (Sal 84, 8). Sin embargo, la más íntima verdad de la misericordia es que se hace presente, visible, da la cara. "A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, Él lo ha contado" (Jn1, 18). SU MISERICORDIA ES ENCARNACIÓN, ha bajado, nos ha mostrado su rostro, tomado nuestra carne mortal y ha habitado entre nosotros… como uno más. Dios ha escuchado la súplica del hombre (Sal 31, 17).
“Jesucristo es el rostro de la Misericordia del Padre”[1]. Hemos conocido el Rostro de la misericordia que el pueblo de Israel anheló conocer (Sal 41, 3) y, en ese rostro divino, de recién nacido en Belén, están dibujados los rostros de todas las infancias de la tierra, los rostros de los niños amados y de los aborrecidos, de los niños de escuela y el de aquellos que no saben leer ni escribir, el de los que todo lo tienen y el de aquellos que de todo carecen, el de los que juegan en los parques y el de los que empuñan armas, el de los que sonríen y el de los que llevan una bomba cosida al cuerpo, el de los niños del norte y los del sur, los del este y los del oeste, los de la Patagonia y los de Afganistán… pero, sobre todo, asume el rostro del pobre, la carita famélica de un recién nacido africano, la pícara de un pequeño de favelas, la triste mirada de un niño perdido en las calles de una gran ciudad, la de los niños prostituidos y la de los abandonados, la de los abortados y la de los asesinados, la de los masacrados y la de los maltratados, la del desahuciado y la del refugiado, la del exiliado y la del niño al que le han negado la infancia y la pequeñez, la dicha y la acogida, la protección y el cuidado… ¿A qué otro Rostro mirar para saber cuál es el nuestro propio?
Ha asumido nuestra carne. Si algo ha hecho la enorme crueldad del pecado en el hombre es dejarle expuesto, desnudo, desprotegido, descarnado. La misericordia, la fuente de la esperanza del hombre, es aquella que le reviste de carne, que le da vestido porque está desnudo. Es la primera obra de misericordia de Dios. Él mismo tejerá[2] la nueva carne del hombre revistiéndose Él mismo de ella, de nuestra humanidad doliente e imperfecta. ¡Misericordia abundante e insospechada la de su Encarnación! En Jesucristo llega a plenitud la relación entre Creador y criatura y, por tanto, es la sede del amor misericordioso de Dios hacia los hombres. Nunca un Dios quiso acoger la condición de su criatura, nunca abajarse hasta asumir lo que no es. Y, Tú, Dios nuestro, no solo no rehúyes nuestra cruda humanidad sino que deseas revestirla de misericordia viniendo Tú mismo a ella, cubriéndola con tu amor y tu persona, cubriendo esta desnudez mortal que está a menudo tan llena de heridas y de fango y de luto de muerte; recubriendo con tu carne divina, nuestros huesos secos, esparcidos por este valle de lágrimas, y los has cubierto con tu manto de misericordia (Ez 37, 1-28). Todo amor que podamos dar y darnos tendrá este camino encarnatorio que Tú abriste.
Y así ha querido habitar entre nosotros (Jn 1, 14) haciéndose niño entre los hombres. Ha tenido madre y padre, ha vivido en una familia humana, se ha dejado cuidar y querer… El que es misericordia ha querido conocer la nada, lo que no cuenta, lo que está caído en el polvo. Maximus in minimus. Solo así, Jesucristo, el Verbo encarnado, será el Mediador de Misericordia, Dios y criatura. No se puede ser misericordioso si uno no sabe lo que es ser criatura y depender de otro.
Pero no solo quiere hacerse uno con nuestra pobreza sino que ha venido para mostrarnos el amor con el que somos amados por el Padre. Este Hijo pequeño ha venido a mostrarnos al Padre, Dios de misericordia y de consuelo, de reconciliación y de perdón, que quiere que el hombre viva y viva para siempre.
La misericordia de Dios ha descendido hasta nosotros, se ha hecho visible en ese descenso, y ha asumido nuestra condición creatural. Así el Hijo ha recibido la misericordia del Padre como la recibe toda criatura salida de sus manos. Dios a Dios ofreciéndose misericordia para que el hombre la reciba y la ofrezca a su vez.
Contemplemos este misterio insondable del Amor de Dios por su criatura y démosle morada para que nos muestre su amor personal por cada hombre y su designio de amor entre nosotros para que “su Misericordia llene la Tierra” (Sal 32, 5).
¡Feliz Natividad del Señor! Unidísimas a todos vosotros, contad con nuestra oración y comunión.
M. Prado
Monasterio de la Conversión
Sotillo de La Adrada (Ávila)
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[1] Pp. Francisco, Bula Misericordiae Vultus, 1, 11 de Abril, 2015
[2] El Padre, el Espíritu Santo y María, también evocada desde la antigüedad como hilandera y tejedora, irán dando carne al Verbo.