KYRIE ELEISON[1]
¿Hasta dónde se
puede soportar? Hay una cota de sufrimiento en el hombre que avisa de una
vecina catástrofe, de un fracaso y de una muerte inevitable. Y, sin embargo, porque
el mismo dolor nos enmudece, porque no sabemos a quién acudir, porque hemos
desistido de una ayuda de fuera, ahogamos el grito. En contrapartida, también
porque sabemos a quién dirigir nuestra plegaria, porque sabemos que el dolor no
tiene la última palabra, nos hacemos voz de los que no la tienen o la han
perdido o no les interesa dirigirse a nadie, elevamos hacia el Señor Jesús
nuestra prez, en nombre propio y en nombre de todos[2].
Porque en el
principio era la Vida y se nos dio como un derrame de gracia abundante que
nunca hemos llegado a agradecer lo suficiente; porque la recibimos no como don
gratuito y amable sino apropiándonosla, malgastándola… robándosela a los otros.
Kyrie eleison.
Porque nos hemos
olvidado de ti y en todo hemos delinquido (Dn 3, 29), hemos caído en todas las
idolatrías y, lo peor, nos hemos hecho un altar a nosotros mismos,
proclamándonos dioses y señores de todo y de todos. Kyrie eleison.
Porque nuestra
mortífera violencia solo busca excluir, catalogar, dividir, anular, a golpes y
a gritos, a mano armada o con guante blanco, agresiva o cínicamente, con el
desprecio y la indiferencia. Kyrie eleison.
Nos brota del
corazón un Kyrie eleison ininterrumpido, como única palabra orante. Te pedimos,
Señor, que tengas piedad, que tengas Tú piedad y misericordia porque nosotros
no la tenemos, que salgas Tú en nuestra defensa porque nosotros acabaremos
destrozándonos, que tu piedad cubra nuestra impiedad, que Tú nos des aquello de
lo que carecemos: piedad y misericordia, compasión y perdón…. Jesús no ha
venido a frenar la cólera de Dios sino la del hombre, por eso somos ante ti
intercesores de gracia no porque Tú no quieras darla sino porque hemos olvidado
pedirla y no solo por nosotros sino también por nuestros hermanos. Así
iniciamos esta Pascua con esta intercesión constante y vasta.
AMÉN
Nuestra súplica
ha sido escuchada y asumida por Jesús, el Rostro de la Misericordia[3],
el que vino a habitar entre nosotros, nuestro hermano mayor, el que nos habló del
Padre de la misericordia (Is 65,16; Lc 15, 1ss), el que nos buscó hasta encontrarnos (Lc 15,
4), el testigo fiel (Ap 3,14), el Amén, el Sí absoluto del Padre. Toda nuestra
esperanza está en su orilla. En esta sinfonía inacabada que es la Creación la
misericordia del Padre y el Amén del Hijo es lo único definitivo para la
salvación del hombre y de toda criatura. Jesús ha sido el Amén del Padre desde
la Encarnación hasta el descenso a Infiernos, pasando por la Cruz y haciendo de
ella el altar del Amén, la pira donde se consuma todo Amén, el signo de la
generosa misericordia. De la boca de Jesús, saldrá el último amén escuchado por
sus discípulos: “Todo está cumplido” (Jn 19, 30; Ap 22,21). Sí, hasta el fin,
lo que debía ser ha sido, se ha cumplido en Él, en su cuerpo. A ese Amén fiel y
obediente el Padre le resucitará, glorificará y ensalzará. A nuestro Kyrie
eleison ha respondido el Amén de Dios, el que estaba en manos de Dios se ha
puesto en manos de los hombres para llegar a la plenitud del amor y ha dicho
con su vida “Amén, Sí, Sea. Aquí estoy” (Heb 10, 7), asumiendo todo, el pecado,
el sufrimiento, el dolor, la muerte… por amor al Padre y al hombre (2Cor 1,20).
La Pascua nos
pone ante esta verdad eterna y ante el sentido de la historia y el horizonte de
gracia y esperanza al que estamos invitados. Nuestra oración y nuestra vida
está llamada, como la de Jesús, a ser un Amén al Padre por la salvación del
mundo. No un amén a las voluntades pérfidas, malvadas o perversas de una
voluntad herida sino Amén a la Voluntad de nuestro Dios que quiere para todos
nosotros solo el bien.
Decir “Amén” es
así vivir asumiendo el dolor propio y ajeno y también la culpa, cargar con el
dolor y el pecado de nuestro mundo, acoger lo que en nuestras vidas es más
pesado o repugnante, es prepararse para ser víctima, ofrenda, sacrificio
agradable. Todos estamos llamados a ser, en Cristo y con Cristo, Amén de Dios.
ALELUYA
Esto, hecho
experiencia personal, comunitaria, eclesial, es el canto de alabanza con el que
expresamos todo el asombro, estupor, dicha, gozo, gratitud, confianza, comunión,
paz. El Espíritu viene como fuego ardiente y como alegría sin fin y nos hace
gritar de júbilo: “Amén, Aleluya” (Ap 19, 1-8). Porque en nuestra humillación
fuimos escuchados, estábamos perdidos y fuimos hallados, solos y fuimos
visitados, con hambre y sed y fuimos saciados, estábamos desnudos y harapientos
y fuimos cubiertos de carne y de compasión, no teníamos a nadie y alguien se
hizo el encontradizo, no sabíamos adónde huir y fuimos invitados, no teníamos
nada y alguien nos auxilió… (Mt 25, 31-46) Sí, Amén, Aleluya “porque eterna es
su misericordia” (Sal 136)[4].
¿Qué nos haría
falta para abrazar al Dios de la misericordia? ¡Verlo! Pues, lo hemos visto y
por eso damos testimonio y alabamos su eterna e infinita misericordia.
Recojamos sus señales y signos en nuestras vidas, hagamos memoria de cada
huella y cada presencia de Jesús, el Rostro del Padre de la Misericordia. Cada
Pascua hace visible lo invisible, nos pone frente a la diafanía de un Dios de
Misericordia y Amor que se entrega hasta el fin por cada uno de nosotros. Y, si
el hombre puede confesar la misericordia de Dios, también nosotros con nuestra
presencia y actuación en el mundo damos cuenta de esta diafanía, hacemos
también visible y eficaz el amor de Dios por toda criatura. Somos nosotros
también Rostro de su misericordia cuando vivimos siendo misericordiosos como el
Padre (Lc 6, 36). Así acompañamos a lo creado a que entone su gran canto de
alabanza porque hemos ofrecido lo que nos fue dado a nosotros, tal y como se
nos dio, gratuita y abundantemente[5].
Que su piedad y
misericordia nos sean concedidas, porque las necesitamos para vivir, como el
pan de cada día, y porque se las debemos al mundo, necesitado de ellas. No
retengamos el don, que la Pascua nos haga vivir en estado de acogida para poder
vivir en estado de entrega como Jesús, el Amén al Amor misericordioso, que nos
atrajo la gracia, el perdón, la paz, la Vida. María, también Amén y Hágase como
el Hijo, vuelva a nosotros sus ojos misericordiosos y nos acompañe en este
camino Pascual[6]. Nada
podrá detener el Río de Misericordia que brota de la Trinidad desde toda la
eternidad, a través de torrenteras, por capilaridad o por cauces navegables, ha
de irrigar todo sequedal y desierto, toda estepa y toda tierra baldía, hasta
cualquier confín de la geografía humana y de la geografía del corazón de cada
hombre. Basta que los cristianos, unidos a Jesús el Señor, haciendo el Camino
del Amén al Padre, salvados por la misericordia, como hizo la Iglesia desde
Pentecostés digamos “Heme aquí. Tómame”. ¡Amén, Aleluya!
Feliz Pascua de
la Misericordia
M. Prado
Comunidad de la
Conversión