“… y celebremos una fiesta,
porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida”
(Lc 15, 23-24)
1.- Nos dirigimos a todos/as vosotros/as para comunicaros lo que deseamos vivir en comunidad durante esta Pascua de 2010 de modo que se afiancen los lazos de unidad y comunión que existen entre nosotros. En la Pascua pasada nos acercamos al misterio del Dios Amor que es el origen de nuestra fe, que alienta la esperanza y es el fundamento de la caridad, en esta nueva Pascua contemplaremos al Padre y al Hijo, la relación que les une y de la que procedemos nosotros, como hijos y hermanos.
Confesamos, con los labios y el corazón, que Dios es Amor, que Dios no está solo porque en el seno de la Trinidad se vive una comunión de amor entre el Padre, Fuente inagotable de todo amor, gratuidad total, el Hijo, que se hizo hombre por amor, el Espíritu que hace presente el Amor de Dios en nuestro corazón.
2.- Dios se llama a sí mismo Padre, Padre del Hijo amado, en el que también nosotros somos hijos y, por tanto, hermanos. La vida de Jesús, su vivir cotidiano, sus gestos, sus Palabras, su oración, revelan su relación con el Padre, como Hijo, dándonos la noticia fundamental: que el Padre y él son uno, que ha venido a hacer su voluntad de amor sobre nosotros, que somos infinitamente amados como hijos en Él, que da la vida para que nosotros conozcamos este amor del que procedemos. Ser hijos en el Hijo es nuestro origen, nuestro modo de ser hombres, nuestro destino final. “En esto se ha manifestado el Amor de Dios por nosotros: en que ha enviado a su Hijo al mundo para que tengamos vida por él” (1Jn 4, 9-10). La Pascua es la memoria litúrgica de este Amor que se ofrece al hombre para darle la Vida abundante. Es el espectáculo magnífico de este Amor sin sombra, sin pausa, sin fin.
3.- “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único en rescate de muchos” (Jn 3, 16). Estas palabras nos revelan, por una parte, la bondad de lo creado, la amabilidad de lo existente, del cosmos, de los seres vivos, del hombre. Nuestro Dios ama y nos ama, no puede hacer si no amar (S. Isaac de Nínive). Pero por otra nos anuncia la generosidad de su amor sin límites para salvarnos porque, pese a su bondad este mundo es imperfecto, criatura sometida al mal, el pecado, la muerte: era necesaria la entrega del Hijo para que todos los hijos dispersos o sumidos en la soledad supieran que son amados por el Padre, que es el amor de gratuidad plena, de amor que se ofrece, que se da en abundancia y que tiene la última palabra sobre el mal. Así su amor se adelanta ofreciéndose, ya que no somos nosotros los que le amamos primero, “él nos amó primero”(I Jn 4, 19), y nos salva con su abundancia de gracia, dándonos al Hijo “como víctima de expiación por nuestros pecados” (1Jn 2, 2), a fin de que nosotros quedáramos libres y llenos de Vida, “para que todo aquél que cree en él no muera sino que tenga vida eterna, Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para condenarlo sino para salvarlo” (Jn 3, 16- 17). Ésta es la razón última del amor que salva. Así es, la Pasión del Hijo, del Padre, del hombre y de la Creación se aúnan en un gemido común de parto por engendrar la Vida que no pasa, posible sólo a través del Amor trinitario capaz de desgarrar los lazos de muerte que nos esclavizan, presentando batalla al odio, a la enemistad, a la división, al egoísmo, a la cerrazón, a la injusticia, a la violencia. Esta es la contienda que se libra en el corazón de la tierra, en sus infiernos más diversos, también en el corazón de todo hombre y del creyente, que la vive bajo la tensión de la fe y la esperanza.
4.- Un amor de tal calibre tiene la Pasión como precio. Pasión del Padre por la pérdida del Hijo Único en manos de sus mismos hermanos y Pasión del Hijo por el silencio y el abandono del Padre (pero, ¿podrá “una madre olvidarse de su criatura”? Is 49, 15), que no será sino el signo de confianza en la libertad de amor del Hijo, que es gratitud, amor que acoge, que asume, que recibe. Toda pasión humana se reconoce y se salva en esta relación filial de la que procedemos. En el silencio de la Cruz y del Viernes Santo se nos revela el humilde rostro de nuestro Dios que sufre la vergüenza, el abandono, la humillación, por nosotros. A este Dios humilde, que se presenta sin poder, sin juicios, sin arrogancias, sin condenas, no se le puede volver la espalda, ni se le puede negar nada. Ante Él se guarda silencio, se llora con él los pecados y el mal propio y ajeno. Hijo crucificado y muerto con todos los muertos del mundo. Haití, Chile, Afganistán, Palestina, Israel, las calles más oscuras de las grandes ciudades, los niños que nunca llegarán a jóvenes en todos los países del mundo, aquellos que ni siquiera llegarán a ver la luz en millones de vientres maternos… Todas las pasiones del mundo gimen a coro en el Crucificado. Es el paso de frontera que da Jesús por nosotros.
5.- Pero la Pascua tiene otro paso definitivo, gozoso, glorioso, que concluye en una Fiesta de Familia. El Hijo Resucitado, el que bajó a los infiernos a buscarnos, vuelve atrayéndonos hacia el abrazo de Amor del Padre, alzándonos, más leves ya que un soplo, hacia el Amor que salva, levantándonos de entre los muertos y devolviéndonos a la Vida, a la que perdimos, a la verdadera, a la única. En la Noche de Pascua, se encienden las hogueras del Amor que sella el tiempo, la creación y el corazón del hombre; se nos da a comer el ternero cebado, corre el vino de la gracia, y se parte el Pan más blanco; en esta mesa, en la que se sientan los pobres y más necesitados, los que andaban lejos y ahora han sido encontrados, los que tenían carencias y ahora comen hasta hartarse, celebramos que todos tenemos un Padre, que en nuestro Hermano mayor nosotros somos sus Hijos amados, que En Él, por Él y con Él, todos somos hermanos (Lc 15, 11-31). Ésta es la Fiesta de Pascua, recuerdo de la antigua, preludio de la que vendrá, en la que la gracia, la misericordia y la alegría que atisbamos, y hemos llegado a conocer en esta tierra, se convertirá en un gozo sin fin. ¡Feliz Pascua de Resurrección!
Comunidad de la Conversión