CARTA DE COMUNIÓN
Navidad 2009
¿Puede un Nacimiento rasgar nuestra dolorosa orfandad? ¿Puede un infante pronunciar la palabra deseada? ¿Puede un Niño colocar bajo nuestras zozobras la confianza necesaria? La estampa de esta noche tiene en su foco de luz a un niño, un hijo nacido de mujer, nacido bajo la Ley, una madre que recuesta al pequeño en su seno y un padre que custodia la vida de los dos. Ya lo habían predicho los profetas: “Un Hijo se nos ha dado” (Is 9, 5)… “Nacerá un vástago de la estirpe de Jesé” (Is 11, 1)… Jesús es hijo, hijo de María y de José y a ellos ha sido custodiado, por ellos será cuidado y amamantado, le enseñarán los primeros pasos, las primeras palabras… Como uno de nosotros.
Pero este Niño trae noticia de otra filiación y de otra paternidad. “Acaso no sabéis que debo estar en las cosas de mi Padre”. En el silencio de esta noche también se abren los cielos y, no sólo desciende el rocío, sino también la voz del Padre diciendo: “Éste es mi hijo amado, mi predilecto. Escuchadle” (Mc 9, 7). A lo que el Hijo balbuciente responde: “Abbá” (Rm 8, 15). Dios es Padre desde siempre y el Verbo es Hijo desde siempre. “El Verbo era Dios y estaba con Dios” (Jn 1, 1). Lo que este Niño nos dice con su nacimiento en la carne es que es Hijo, nacido de mujer, pero Hijo desde siempre del Padre, por ello, Padre Eterno. Ésta es la gran noticia que empieza a relatarse esta noche y que irá revelándose en la persona y en la vida de Jesús. Lo que al hombre le rescata de todas sus orfandades es que Dios es Padre de Jesús y, en este Hijo, él es también hijo. “Hijos en el Hijo” (S. Agustín). Esto llena de alegría y de calor, de confianza y verdadera esperanza, la vida humana. Tenemos Padre. Somos hijos, hijos siempre. Nunca huérfanos. Nunca abandonados.
En un gesto de rebeldía nos hemos querido sacudir todas las tutelas, paternidad y filiación entre ellas, y por ello sufrimos una escasez de humanidad que se deja sentir en nuestras relaciones más propias. La fraternidad tiene en la paternidad de Dios y en nuestra común filiación su origen y su dignidad, por lo tanto padre, hijo y hermano, son la declinación natural en la que la vida se hace posible y fecunda, y puede abrirse a otras relaciones que estarán dotadas de un hondo fundamento y estabilidad.
En esta noche, ante este alumbramiento, también el Padre quiere decir a todo hombre “Tú eres mi Hijo amado” (Mt 3, 17) ¡Ojalá este Niño nos enseñe a llamar con gratitud a Dios Padre, Abbá! Caerían todos los ídolos en los que hemos puesto nuestra confianza y una apoyatura firme, segura, dadora de libertad y de gracia tendría nuestra vida. Crecería nuestra fe, nuestra esperanza y nuestra caridad. Miraríamos al otro como hermano y hermana, al mundo entero, transido de filiación, lo veríamos como criatura nacida de las manos del Padre. Nos uniría esta bendita palabra a Aquél que nos la enseñó, a Jesús, y comprenderemos por qué Él dio la vida por el Padre y por nosotros. El mundo dejaría de ser “ancho y ajeno” para convertirse en la casa del Padre en la que hay para todos pan, agua, aceite, y vino en abundancia y se vive la fiesta de la fraternidad reencontrada. Que, contemplando al Hijo, el Espíritu nos haga llamar a Dios Padre (Gal 4, 6).
Hay acontecimientos que marcan la vida y la cambian, no se pueden acallar. Busquemos el modo de llevar la noticia de su amor a tantos hombres que viven huérfanos y no conocen aún que hay un Padre que les ama. ¡Feliz Navidad!
Comunidad de la Conversión